Práxedes Mateo Sagasta
Político liberal español (Torrecilla de Cameros,
Rioja, 1825 - Madrid, 1903). Era ingeniero de Caminos, Canales y
Puertos, y profesor de su escuela en Madrid. Militó desde joven en el
Partido Progresista, con el que participó en la Revolución de 1854. Por
entonces instaló en Zamora su principal «feudo» político, al ser
nombrado presidente de la junta revolucionaria de aquella ciudad; luego
la representó como diputado en las Cortes desde 1854. Tras la breve
experiencia de poder progresista del bienio 1854-56, volvió a la
oposición como diputado y periodista de La Iberia; y en 1863
accedió a la dirección de este diario madrileño, que desde entonces se
consideraría portavoz de las posturas políticas de Sagasta.
Ante la marginación de los progresistas del gobierno por parte de Isabel II, Sagasta promovió la estrategia del retraimiento (negativa
a participar en las elecciones) y la preparación de una revolución para
acceder al poder. Participó en dos intentonas fracasadas en 1866 (la de
Prim y la del Cuartel de San Gil) y en la que finalmente tuvo éxito y destronó a la reina en 1868.
Se transformó entonces de agitador en estadista, pues durante el Sexenio Revolucionario (1868-74) fue ministro de Gobernación (1868-70, 1871 y 1874) y de Estado (1870 y 1874) y presidió tres veces el gobierno (1870-71, 1871-72 y 1874). Fue uno de los grandes defensores del modelo de Monarquía democrática que se plasmó en la Constitución de 1869.
Encabezó una de las dos ramas en las que se escindió el Partido Progresista, quedando al frente de los constitucionales, mientras Ruiz Zorilla dirigía a los radicales. Fue el último jefe de gobierno del Sexenio, desalojado del poder por el pronunciamiento de Martínez Campos que restauró a los Borbones en la persona de Alfonso XII (1874).
Al constituir el régimen de monarquía doctrinaria que se plasmó en la Constitución de 1876, Cánovas del Castillo vio en Sagasta la figura más adecuada para conseguir la unidad de las dispersas fuerzas liberales y turnarse con él en el poder. Ciertamente, en 1875 Sagasta admitió -aunque de mala gana- la restauración de la dinastía histórica; aunque siguió defendiendo hasta 1877 la vuelta a la Constitución del 69.
Se turnó en el poder con los
conservadores de Cánovas, presidiendo el Consejo de Ministros en
1881-83, 1885-90 (al inicio de la Regencia de María Cristina, el
gobierno más largo de la Restauración), 1892-95, 1897-99 y 1901-02 (ya
con Alfonso XIII
como rey). Sagasta moderó mucho sus inclinaciones revolucionarias de la
juventud, admitiendo no sólo la Constitución conservadora de Cánovas,
sino también la manipulación sistemática de las elecciones para turnarse
artificialmente en el Gobierno sin considerar la voluntad del
electorado.
Al mismo tiempo introdujo en el régimen innovaciones que le dieron credibilidad y flexibilidad suficientes para sobrevivir hasta 1923:
- repuso a los catedráticos expulsados de la universidad por sus ideas políticas (1881),
- amplió la libertad de imprenta (1883),
- estableció la libertad de asociación que permitió el desarrollo del sindicalismo obrero (1887),
- reguló el juicio por jurados (1888) y
- restableció definitivamente el sufragio universal (1890).
Enfrentado
frecuentemente con los militares reaccionarios y con los intereses
inmovilistas de los plantadores cubanos, no consiguió implantar en las
últimas colonias españolas (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) un régimen de
autonomía que evitara la insurrección contra la metrópoli.
Cuando
ya era demasiado tarde y la rebelión colonial había estallado, fue
llamado de nuevo al gobierno y sufrió el peor de sus tropiezos
políticos: al complicarse la situación con la intervención militar de
los Estados Unidos en contra de España,
Sagasta aceptó ir a una guerra imposible de ganar para evitar que una actitud entreguista pudiera desacreditar al régimen y provocar una nueva revolución. Tuvo que asumir la derrota y la pérdida de las colonias por el Tratado de París (1898), así como las repercusiones morales, políticas y económicas que la crisis provocó en la metrópoli.
Sagasta aceptó ir a una guerra imposible de ganar para evitar que una actitud entreguista pudiera desacreditar al régimen y provocar una nueva revolución. Tuvo que asumir la derrota y la pérdida de las colonias por el Tratado de París (1898), así como las repercusiones morales, políticas y económicas que la crisis provocó en la metrópoli.
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